Todavía tengo el Albaycín en las retinas, en los oídos y en el corazón, además, estoy muy cansado y se me caen los párpados de sueño (por solidaridad con Rut y con Puri, así como con todas las criaturas del Señor que no pueden dormir la siesta hoy, he decidido no dormir la siesta hoy, y así me va, anoche me quedé en Gorafe y alrededores hasta las cuatro de la madrugada y a las siete ya estaba maldiciendo en voz baja), así que ahora mismo no estoy en condiciones de emitir un juicio objetivo sobre nuestra fabulosa excursión nazazirirrenacentista. Y precisamente por eso voy a emitir un juicio objetivo. En primer lugar, quitarme el sombrero literalmente por la fabulosa actuación de Inga en el Bañuelo. Llegué a contar hasta seis libreoyentes al mismo tiempo, con lo cual, a día de hoy ostenta el récord en este apartado (lo siento, Rut), y eso que acaba de subir a bordo. Además, supo situarse dentro de sí misma y en ningún momento sufrió vahídos, hipertensión, hipertermia ni taquicardias, sino que se mantuvo firme y logró congelar la concentración de la audiencia durante un buen montón de minutos. Sinceramente, yo, en su lugar, antes de seguir hablando, les habría explicado a los turistas que todavía me faltaban varios meses para ser guía, a fin de que me perdonaran el nerviosismo. Pero ella, que un momento antes no recordaba nada de lo que tenía que decir, lo soltó todo y más, ordenadamente, con un par de huevos. A lo mejor rusos. Enhorabuena. Esta mañana, Inga se ha dado un buen baño y no precisamente de vapor, sino de gloria. Por una parte, llegué a envidiarla, pero por otra no me habría calzado sus zapatos ni harto de flamenco.
Si nos remontamos a los primeros momentos de nuestra estancia en el Albaycín, que transcurrieron plácidamente en lo alto de San Miguel Alto, cabe extraer una terrible conclusión, a veces, se tarda más en cruzar Granada que en llegar a Granada desde por ejemplo Sierra Elvira, Santa Fe o Valderrubio. Esos agradables minutos de espera me permitieron descubrir una de las vistas más venenosas de la ciudad, la que se contempla desde el punto más alto de la misma. El veneno de la imagen se introduce en el organismo del observador y ya no le deja en paz ni de noche y de día, y surge en él la necesidad de más veneno como si de una droga se tratase.
La ruta de senderismo era corta pero encantadora, entre una masa de pinos que a lo mejor son de repoblación, sobre los tejados del Barranco de los Negros, rozando el cielo. Caminar sobre los tejados de la gente, viendo la Alhambra, el Sacromonte, la Abadía, parte del Albaycín, las murallas nazaríes y las dos misteriosas y hasta cierto punto siniestras cuevas que nos encontramos por el camino, el taimin parecía una cosa de cuando el hombre mataba a los bichos con piedras. Las dos cuevas referidas nos llamaron mucho la atención por su simplismo y porque parecían esconderse de algo o de alguien. Era fácil imaginar a un psicópata viviendo en cada una de ellas. Un ser oscuro, remoto y peligroso, que sale todas las noches para saciar su sociopatía bajo el influjo asesino de la Luna de la Alhambra.
Desde luego, teniendo cerca a Iván, la oscuridad se transforma siempre en algo gracioso. Iván no solo había dormido menos que yo la noche anterior sino que incluso estuvo bailando y contemporizando con la representación más amable del turismo, la de las tías buenas que vienen de fuera, es decir, de países emisores, muy interesadas siempre en conocer la parte activa de la población local. Dudo mucho que la profesora hubiera podido comprender lo que decía a primera hora. La verdad es que los de Motril también sabemos hablar de esa forma tan característica y no se me escapó nada de lo que dijo. A la algarabía propia de los de Escoznar se unía la falta de sueño y el exceso de risa. Sin embargo, cuando llegó la hora de la verdad, se recompuso y amenizó el viaje como solo él sabe hacerlo.
Noté malos presagios en cuanto vi la cara del tipo que nos abrió la cancela. Pensé que ese hombre tenía tanto de empresario turístico como un servidor, es decir, lo justo. No obstante, mientras que a mí apenas se me nota, a él se le notaba un montón. También pensé que era uno de esos granadinos que se meten un palo en el culo antes de empezar la jornada. Menos mal que en ese tramo del recorrido nuestra guía era Rut. A la profesionalidad de la vez anterior sumó una gran dosis de seguridad. Y esa seguridad, que nunca me pareció antinatural, era contagiosa. No sentí pánico al escucharla sino tranquilidad. La conciencia de saber que por mucho que hablara, jamás iba a tropezarse, a resbalar o a perder el equilibrio. Lo digo en serio, lo único bueno de aquel mal rollo era la santaferina. Sus palabras me cautivaron desde el principio porque al decir las cosas como las dice, como exclamando, ¿que no?, llegué a perder la noción de la realidad durante unos minutos y olvidé el sombrero en una de las perchas de la primera cueva. Estrella quiso gastarme una broma escondiéndolo pero no pudo porque yo había apartado el sombrero de mi cabeza física y metafísicamente.
Estrella se iluminó en pleno día mientras descendíamos desde San Miguel Alto y nos explicó la historia de los Libros Plúmbeos en un aparte con vistas. La paradiña nos demostró que cuando hay buenos cimientos, el edificio siempre será sólido y acogedor, exactamente igual que el discurso de nuestra amiga. Como he escuchado mil veces esa historia en palabras de Mamen y de mi hermano, me dejé llevar por el tono de su voz y me dediqué a contemplar el paisaje con ánimo de llevármelo en una caja de neuronas, porque nadie me podía asegurar cien por cien que aquélla no sería la última vez en mi vida que iba a contemplar esa maravilla. Lo más curioso es que la ciudad que me estaba dejando atónito desde aquel mirador era la misma del Camino de Ronda, Pedro Antonio y la de los delitos del Santander y del BBV, en plena plaza Reyes Católicos.
Después del tinglado de las cuevas, Puri nos habló del flamenco y ella misma parecía una flamenca en persona, arremangándose la camiseta, moviendo las manos, hablando con los ojos, diciendo las cosas como las diría una mujer del Sacromonte de toda la vida. Si acaso, lo único criticable de su apasionada intervención fue el lugar elegido. En sí mismo, estaba bien, con el fantasma de la Puerta de Guadix presidiendo el acto, pero faltaba algo, faltaba un referente flamenco más visual. Me refiero al gitano Humonegro. Con ese nombre, no me extraña que le hayan construido una estatua. En cualquier caso, lo de Puri no solo fue un discurso con duende sino también una reivindicación. La del flamenco como algo más que una cosa intangible patrimonio de la humanidad. Decir que el flamenco es intangible es olvidarse de sus orígenes, unos orígenes que todavía siguen vigentes, porque los auténticos cantaores nunca fueron a escuelas de flamenco, los auténticos cantaores no necesitan aprenderlo, igual que no se aprende a respirar o a morderse las uñas. Sabemos hacerlo desde el mismo instante de nacer. Es algo innato. Y el flamenco se vive desde antes de nacer. Los flamencos nasciturus aprenden a distinguir los palos de tanto escuchar a su futura madre dar palmas o de tanto bailar con ella al ritmo de unos tacones lejanos y mágicos. El tono orgulloso de Puri me invadió de pies a cabeza y recordé las bodas gitanas que un rato antes me había descrito Rut, y a los niños liándose porros de serrín para jugar a que son tan chulos y tan porreros como sus padres, y pensé que, más o menos, a pesar de la crisis, todavía nos queda un amplio margen para disfrutar y ser felices. A lo mejor, cuando los niños dejen de hacerse porros de serrín y cuando los hombres dejen de romperse las camisas en las bodas y cuando los padres de los novios dejen de competir para ver quién le da más dinero a los recién casados, a lo mejor, entonces, el flamenco se hace realmente intangible y desaparece. Quiera Dios que no. En cualquier caso, estoy convencido de que a cualquier flamenco auténtico le encanta ser patrimonio de la humanidad porque así dispondrá de muchas más tías buenas que antes. Y una anécdota flamenca. Hay un cantaor muy famoso, cuyo nombre no pienso revelar aunque me torturéis, que tiene la fea costumbre de mangarles las carteras a sus compañeros de actuación. El propio Morente, que en paz descanse, una vez compartió escenario con él y se guardó mucho de dejar su cartera en los camerinos. Y estamos hablando de un tío que vende discos en medio mundo.
Sobre las tejas del Sacromonte, Toñi desplegó su escoba y nos llevó con ella mientras planeaba sobre uno de los paisajes más poderosos del mundo. Estábamos en la Vereda de Enmedio, un camino para llegar al Albaycín por sorpresa. Llevábamos mucho retraso debido al malfario con que interpretaban el Sacromonte los responsables de aquellas cuevas, pero Toñi se tomó como algo personal la necesidad de recuperar el tiempo perdido y eso es una cosa muy seria tratándose de Toñi. Yo no llegué a sentirme apremiado en ningún momento, no obstante, después del desayuno y de la explicación del palacio de la Mujer Honesta, el retraso se había esfumado bajo los sabios hechizos de esta rara granadina. Moldeó el cronómetro tan a su antojo que incluso le había dado tiempo a conjurar el aire nazarí en el Carmen de Jean Moreux, a impregnar la atmósfera con el lirismo del silencio y la palabra. El detalle de las pasas y las almendras fue un refuerzo sugestivo de incalculable valor.
Dani, en cambio, no pudo darse mucha prisa porque siempre había alguien delante cuando nos tocaba ver la maqueta o bajar al aljibe. Su particular interpretación del agua tenía algo de cercana y familiar. Su discurso parecía surgir del propio jardín o del espejo de la alberca, al ritmo sosegado del carmen. Iba desgranando la información conforme aparecía y sus palabras me aclararon muchas cosas relacionadas con el uso del agua en la Granada andalusí. Por ejemplo, el atanor, había oído hablar de él pero nunca llegué a creerme del todo que fuera verdad. Hasta hoy, que lo he visto y lo he tocado y me parece acojonante.
Yo sufrí mi particular infierno en la Carrera del Darro. Bajo aquellas condiciones de máximo estrés, decidí conectar el piloto automático y dedicarme cien por cien a esquivar coches. Digamos que no era el ambiente más adecuado para contar historias de aparecidos. La experiencia me dice que la metodología elegida a las once de la noche puede ser un error a las tres de la tarde. En lugar de dar aquel espectáculo lamentable, debí pedirle al grupo que se fijara: Primero, en la torre de Comares. Segundo, en la fachada renacentista. Tercero, en el balcón tapiado y cuarto, en la casa de la Torre, en el convento y en el pasadizo aéreo, y luego componer la historia al son de las chirimías del Darro. Pero ya lo sé para otra vez.
En ese sentido, Isabel tampoco lo tuvo fácil. Le tocó nada más y nada menos que el sitio más visitado del Albaycín. A medio metro había un gitano vendiendo juguetes a los niños; en otro banco, a metro y medio, una gitana famosa, cuyo nombre se me ha olvidado por culpa del sueño, cantaba y también vendía cosas; junto al bordillo del mirador, cuatro americanos se hacían fotos y me pedían a mí que les hiciera fotos, en fin, una inrritación detrás de otra, y ella como si nada, como si hubiéramos estado solos, con ese estilo particular que denota sencillez y sabiduría.
Y nada más. Acabó demasiado pronto. El mejor elogio de Doña Inés que se me ocurre en estos momentos es que sabe organizar excursiones donde el entretenimiento, la cultura, la pasión, la aventura (libreoyentes, coches, granadinos) y el buen rollo se reúnen para cantar por bulerías, aunque estas excursiones las estemos organizando nosotros. A veces parece que no está ahí, yo creo que si le haces una foto en ese momento, no sale. Eso no quiere decir que sea un vampiro lucense, es que se mimetiza con los turistas y, como los conoce tanto, desaparece entre ellos y ya no está. Pero está. Con su libreta y sus apuntes. El lunes conoceremos lo que pasaba por su cabecita mientras anotaba secretamente sus pensamientos.
Por favor, no dejéis nunca de confiar en el sexo, pero no en el turismo sexual, que me parece repugnante.
Un abrazo.
Antonio Romera
Sierra Elvira. Junio del año 2011. Viernes 10.
PD. Estaba dándole vueltas a la posibilidad de publicar el texto anterior en el blog cuando me he cruzado inesperadamente con la mirada de Rut. Escribir sobre una experiencia inmediatamente anterior al hecho de escribir conlleva una serie de riesgos sobre los que hay mucha literatura científica. Las emociones siguen todavía a flor de piel y se precipitan desde el cerebro o desde el corazón hasta el teclado del ordenador con mucha facilidad. Es como si entre el cerebro o el corazón y las manos hubiera una especie de canal sin esclusas ni excusas que permite el flujo de emociones sin ninguna clase de mecanismo represor. Por eso, hay que tener mucho cuidado a la hora de elegir el momento de contar lo que uno piensa porque corre el riesgo de ser demasiado sincero y la sinceridad, en este mundo de metacrilato, siempre está bajo sospecha. Entre tú y yo, un muro de metacrilato, que no nos deja olernos ni saborearnos. Y eso es lo que pasa, que cuando uno escribe justo después de haber vivido la experiencia sobre la que pretende escribir, no hay muros que valgan y la sinceridad campa. En ese sentido, la de Rut es una mirada sincera, auténtica, entrañable e inteligente. Lo mejor que tiene ser un santo es que a veces le caes bien a gente como Rut.
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