Son las dos menos tres minutos de la noche. A las 19:20, me despedí definitivamente de Puri, de Toñi y de Rut en la puerta de mi casa y salí pitando hacia el cumpleaños de Aída con Ernesto y Alex dentro del coche y con media hora de retraso. A la 19:43, Ernesto y yo nos enfrentamos al We. Tardamos aproximadamente cinco minutos en averiguar por dónde cojones se entraba y unos diez en comprobar que no se pronuncia we sino wi. Una vez localizada la puerta de acceso, traté de localizar el cumpleaños de Aída. Vi a una niña que se parecía mucho a ella y estuve a punto de dejar a Ernesto en ese cumpleaños pero me dio un poco de pena y seguí buscando en compañía de un amable empleado del fitness. Aída no estaba en las pistas de pádel ni en el campo de fútbol ni en la piscina. Aída no estaba en ninguna parte y el muchacho que me ayudaba en la búsqueda empezó a tomárselo como una cuestión personal. Su empeño fue tan grande que al final consiguió cubicarla en una de las pistas de pádel. Dejé a Ernesto allí, en chanclas, aconsejándole que jugara descalzo, y salí literalmente corriendo hacia la calle porque eran más de las ocho y Alex, que me esperaba en el coche, llegaba tarde a la cita con sus amigos. Había quedado a las ocho y ya eran las ocho y cinco minutos. Y cuando alguien se compromete a hacer algo, pase lo que pase, tiene que darlo todo para cumplir, aunque al final, por motivos ajenos a su ámbito de voluntad, no lo consiga. Dejé a Alex en casa de su amigo a las 20:20. Su amigo todavía estaba esperándole. A las 20:45, delante de mis suegros, que habían venido a vernos, Mamen me prometió que no había comprado ni cervezas ni vino ni comida para los perros. Se le había olvidado o no había caído. De las tres cosas, la que más me dolió fue la comida para los perros. Es broma. El vino era lo peor porque esperábamos la deseada visita de Susi y Paco. Los perros pueden aguantar sin comida durante días pero yo no soporto ni un minuto sin vino cuando Susi y Paco están cerca. Susi es una de las hermanas de Mamen y Paco es un gran tipo. De modo que a las 20:55 salí zumbando hacia el Mercadona. Comida para perros, cerveza y vino. A las 21:25, después de descargar las mercancías en mi casa, volví al coche y puse rumbo hacia el we o wi a toda hostia. El cumpleaños de Aída concluía a las 21:30. A las 21:38, visualicé a Ernesto junto a la barra de la cafetería en compañía de una mujer que no era Inga pero se parecía considerablemente a ella. Luego supe que no solo no es hermana de Inga sino que ni siquiera es rusa, sino más bien hondureña. Erica me explicó la situación en un pis pas. No era hermana de Inga, eso lo primero, Inga estaba fuera, en la terraza, y Ernesto estaba allí porque le había dicho que tenía mucha hambre y que no podía comer nada que engorde. Por lo que se ve, había llegado tarde a la pizza y necesitaba cenar algo sano. A las 21:43 salí a la terraza para saludar a Inga y para decirle que ya llegaba tarde a otro sitio. Mi obligación era recoger a Alex a las 22:00 en la casa de su amigo. Pero Inga quiso invitarme a una caña y yo acepté, además, lo que se había pedido Ernesto aún seguía en la cocina. Bueno, durante aproximadamente media hora me olvidé del tiempo y me dediqué a charlar con mi amiga. De pronto, me di cuenta de que ya no quedaba nadie. Empecé a calcular y llegué a la conclusión de que la hondureña había venido con un niño de trece años, Antonio, que mañana se enfrentará al Infantil B de Atarfe en Valderrubio, y su hermana, de ocho o nueve. Todas las otras madres ya se habían largado con sus respectivos vástagos o vástagas. Pero el plato de Ernesto seguía sin aparecer. Cuando un camarero lo colocó en la mesa vi que se trataba de una ración de congelados fritos de pescado que a Ernesto le encantan. A las 22:24 nos despedimos del cumpleaños de Aída. A las 22:36, mientras cruzaba Atarfe para dirigirme a la casa del amigo de Alex, torcí a la izquierda por una calle que nunca transito porque parece que está en sentido contrario aunque no hay ninguna señal vertical que lo indique, solo señales horizontales, y alcancé a tres muchachos que caminaban por la acera. El aspecto de uno de ellos se correspondía cien por cien con el del amigo de Alex. Y así, al fijarme en los otros, descubrí que mi hijo mayor, al que había prometido recoger en la casa de su colega a las 22:00, era uno de ellos. Aunque no puedo presumir de tantos reflejos como Rut, controlé la situación en menos de medio segundo. Detuve el coche junto a los chicos, les saludé y dije, ya te vale, mirando al cabronazo de mi hijo, llevo media hora buscándote por todo Atarfe, ¿no habíamos quedado a las diez en la casa de tu amigo? Éste se acojonó infinitamente más que mi hijo y me explicó que como habían salido con media hora de retraso por culpa de Alex, su madre les había permitido regresar media hora más tarde. Para acojonarlo aun más, me mostré indignado. Mientras recorríamos el Camino de las Monjas, le dije a Alex que ya podía darle gracias a Inga. O sea, tú le haces un favor a alguien y luego, en lugar de agradecértelo, te jode vivo. A las 22: 43, Paco y Susi estaban en mi casa. Gracias a Dios.
Hay que tener en cuenta que a las 17:49 llegamos a mi casa Puri, Ernesto, Toñi, Rut y yo, casi totalmente extenuados. La segunda excursión al Parque Natural de la Sierra de Huetor no fue lo que se dice devastadora, sin embargo, estábamos agotados, tal vez por el calor. La primera idea consistía en hacer un recorrido circular de cuatro coma cinco kilómetros que empieza y acaba en la zona recreativa de Las Mimbres, concretamente en la Fuente de los Potros, (o un poco más arriba). Se llama así porque aquello está lleno de potros y de caballos. Junto a las decenas de mesas de merendero situadas bajo los pinos y bajo la chopera afloraban deposiciones ecuestres por doquier. El ambiente era fresco y agradable y los primeros síntomas del otoño empezaban a mostrarse en el suelo, plagado de hojas. Un grupo de caballos y potros ramoneaba entre las mesas formando una bella estampa de turismo rural. Bucólico a más no poder. El agua de la fuente, que brota sin interrupción las 24 horas del día, parecía manar directamente de un frigorífico.
Antes de hacer el recorrido de cuatro coma cinco kilómetros, Javier nos mostró uno más corto, de setecientos noventa metros, cuya particularidad más notable era ser un sendero accesible. Junto al punto de partida, un cartel de la Junta de Andalucía informaba a quien quisiera leerlo de algunos detalles relacionados con el proyecto de construcción. Y había un detalle acojonante, el coste de la obra ascendía a unos seiscientos nueve mil euros, más o menos lo mismo que cuesta construir seiscientos metros de autovía.
El camino es de un metro y pico de ancho, flanqueado por un pequeño bordillo de hierro y con piso de asfalto a fin de que alguien en silla de ruedas pueda hacerlo. Eso está muy bien pero surge una pregunta tremenda, ¿merece la pena? ¿Acaso piensan los bienintencionados responsables de la Junta de Andalucía encargados de poner en práctica la encomiable política de accesibilidad que un senderista en silla de ruedas es menos senderista que aquel que puede caminar? Lo digo por los columpios. Resulta que entre el aparcamiento y el punto de inicio hay columpios. Como el sendero es circular, antes de concluirlo vuelves a ver los columpios a lo lejos y piensas, qué curioso, más columpios, y al darte cuenta de que son los mismos te dices, pero ¿qué es esto, ya hemos terminado? Menudo sendero. La decepción es tan grande que miras de nuevo el cartel de la Junta de Andalucía, pero con otros ojos, concretamente, con los de un gilipollas, porque no acabas de entenderlo. Si en lugar de gastarse el dinero en construir absurdos senderos para discapacitados, les regalara sillas todoterreno, la Junta se gastaría menos dinero y obtendría mejores resultados. Porque bajo mi humilde punto de vista de sabio, recorrer aquel sendero y no recorrer nada es lo mismo. No lo digo en broma. Este verano he visto una silla de ruedas construida específicamente para rodar sobre la arena. ¿Por qué no hay sillas de ruedas para trepar por los senderos? Seguro que las hay y que no son tan caras como seiscientos metros de autovía.
Por lo demás, el escaso paisaje que puede verse durante el paseo es bello a raudales. Pinsapos, pinos, encinas, berrocales y al norte, sobre nosotros, el peñón del Garduño y el peñón de los Halcones, formaciones rocosas de gran altura donde no es difícil ver águilas reales y buitres leonados planeando en busca de presas. Pero a esa hora y con aquel calor, todos los bichos del monte salvo dos ardillas se escondían en sus rincones protegiéndose del sol. Es verdad, los animales no son gilipollas.
Acto seguido, nos acomodamos en una mesa de merendero y nos dispusimos para la primera ingesta del día. Habíamos dejado los coches en todo lo hondo de las Mimbres, a unos trescientos metros de allí. Javier se ausentó unos minutos para coger el suyo y traerlo más cerca. Luego se perdió de vista un rato. Hice una panorámica y lo vi caminar hacia el norte observando los cerros de alrededor. Cuando se unió a nosotros, ya habíamos acabado prácticamente el desayuno. Dijo, os propongo un nuevo plan. Consistía en: Eran más de las once y hacía mucho calor, demasiado para esta época del año en la sierra de Huetor. Bajo este imprevisto, recorrer cuatro coma cinco kilómetros podía ser demencial. En vez de someternos a semejante tortura, buscaríamos las pequeñas cascadas de Prado Negro. Javier había visto algunas fotos en Internet y había leído la manera de encontrarlas, pero nada de mapas. El punto de referencia era el mesón El Jabalí, situado en la Zona de Influencia o ZI del Parque. El transfondo de la propuesta indicaba un cambio de mentalidad, de la mentalidad previsible de senderistas profesionales pasábamos a la azarosa mentalidad de exploradores aficionados. Eso sí, de una manera tranquila y relajada. De modo que recogimos nuestras mochilas, tiramos la basura en un contenedor, nos subimos a los coches y pusimos rumbo a Prado Negro. Curiosamente, obligaron al Romera a encabezar la expedición — un tipo para quien perderse forma parte del reducido club de la bellas artes —, olvidando el despiste de la otra vez y exponiéndose a un sinfín de peligros. Incluso Javier confió en mí. Menos mal que llevaba a Toñi a mi lado y que esta vez la creería siempre, dijera lo que dijera. De hecho, me detuve en aquella curva por pura casualidad, porque había dos bicicleteros descansando y yo quise preguntarles dónde se encontraban las cascadas, a las que llamé chorreras. Los ciclistas no tenían ni idea pero cuando estaba a punto de reiniciar la marcha y seguir avanzando por aquella carretera, Toñi me advirtió de que el mesón que buscábamos estaba ahí mismo, a la derecha, detrás de varias casas que daban al camino.
La mujer que atendía las mesas, de unos sesenta años y más rústica que una yunta de mulas, me dijo que las Chorreras estaban en el quinto coño, más allá de las Mimbres, en sentido contrario al que llevábamos. Bueno, pues a darse la vuelta, pensé. Afortunadamente, nuestro amable profesor acudió en mi ayuda y le especificó a la señora que la palabra correcta no era chorreras sino cascadas. Efectivamente, las cascadas estaban muy cerca. Solo había que caminar durante diez o quince minutos por un senderillo que se iniciaba al final de la calle.
Antes de ponerse a gatear detrás de nosotros, el gato callejero ya tenía nombre. Toñi le había puesto Alfa, por la sierra de la Alfaguara, aunque en realidad estuviéramos en la de Huetor. ¿Quién llevará razón, Toñi o el mapa el mapa el mapa? Lo consulté y di por hecho que la cascada que buscábamos pertenecía al Arroyo de Prado Negro poco después de su confluencia con el de Fuente Grande. El camino se convirtió en sendero al final de la última casa. No era un descenso muy brusco pero se notaba que era descenso. Luego una subida y una curva muy pronunciada hacia el norte, con vistas preciosas y un cartel anunciando que la frontera entre el Parque y la Zona de Influencia pasaba por ese punto. Más allá, un valle encantador con la autovía al fondo. El sendero había cruzado el Arroyo de Prado Negro en una zona en que éste no llevaba ni gota de agua, solo humedad. Las piedras estaban mojadas y cubiertas de algas.
Aunque hubo momentos de duda, el gato Alfa continuó con nosotros hasta que llegamos a la cascada. La encontraron Iván y Ernesto. Las voces de Iván llamándonos eran más potentes que el ruido que hacía el agua al chocar contra las rocas, y más inquisitivas y porculeras. Cuarenta metros río abajo se encuentra la fuente del Santón del Molinillo. Hay un camino que muere justo en la fuente. Dicen que muchos enfermos y familiares de enfermos, mientras beben, le rezan y le piden curaciones a Manolo el Santón, un hombre que murió hace años. Pero a mí me dio muy mal rollo y pasé de largo.
Se conoce que el agua del arroyo es subterránea más arriba pues apenas se deja ver y en cambio allí fluye con un caudal muy apreciable. Javier me había contado por la mañana que en estas sierras del Parque Natural de Huetor llueve muy poco. Sin embargo, al final de un verano sin lluvias, las fuentes siguen expulsando agua de la tierra en grandes cantidades y los arroyos no dejan de cantar. Ello se debe al tipo de roca predominante, la caliza, una suerte de esponja rígida capaz de almacenar agua hasta decir basta. Lo que no me explicó fue el motivo de las bajas temperaturas del líquido elemento. Frío que lo vives, como si acabara de descongelarse. No obstante, Ernesto se bañó en las pequeñas pozas de la cascada como si llevara una piel de foca debajo de su epidermis de niño. Iván y yo también nos bañamos, desde luego, pero no tanto, básicamente para no quedar mal. El gato Alfa maullaba de roca en roca sin mojarse ni un solo pelo. Por lo que se ve, le gustó aquel paraje porque decidió no regresar con nosotros al Mesón del Jabalí. Allí nos hidratamos bien hidratos con unas cervezas y luego regresamos a las Mimbres para almorzar.
De las decenas de mesas que hay en el merendero solo una estaba ocupada y resultó que aquella gente era de Valderrubio, vecinos y amigos de Isabel, que se detuvo un momento para saludarlos.
Iván volvió a hacer magia con su mochila cuando extrajo de ella medio litro de vino en persona, elaborado por él y su apá. El sentido del humor de Dani, su buen carácter, quedó patente en la manera con que gestionó cada uno de los delicados tragos que le dio a la botella.
Cuando nosotros empezamos a desenfundar los bocadillos, nuestros vecinos ya habían almorzado y trataban de dormir la siesta en tumbonas de playa, cosa que no creo que pudieran hacer hasta que nos mudamos más lejos, a otra mesa del merendero, donde habíamos pensado poner en práctica algunos de los simpáticos juegos de animación turística que le presentamos a Javier el día anterior en clase. Antes de hacerlo, Estrella propuso el juego del cerdito. El juego tenía truco y a Iván le tocó darle un beso en la boca a Javier — con mano interpuesta — y a mí me tocó darle una patada en el culo a Iván. En fin. El siguiente juego fue el de las piedras, propuesto por el del Escoznar. Me parece que ganó Puri. También jugamos a la mímica. La verdad es que yo tenía tantas ganas de jugar como de pasarme el resto de la tarde de tiendas. A esa hora de sobremesa el único juego posible consistía en una carrera de sueño. El último en dormirse sería el ganador. En vez de eso, Iván propuso el juego del pañuelo, que acabó francamente mal. La excursión finiquitó prácticamente ahí, en el aterrizaje forzoso de Isabel, aunque todavía nos dio tiempo a practicar el juego del baile con escoba. La cosa consistía en bailar con una escoba y en pasársela a otra pareja antes de que la música se detuviese. Hasta ahí podíamos llegar, pensé.
Y eso es todo, amigos, el curso está a punto de expirar y la de hoy ha sido nuestra última excursión. Ya podéis sacar los pañuelos (pero no para jugar sino para sonarse). Se avecinan abrazos y lágrimas, así como una cena en mi casa y lo de Mojácar. Mañana sábado, Inga, Aída, Iván y Marina se personarán en el campo de fútbol de Valderrubio para ver a Ernesto. Muchas gracias. La amistad es lo que tiene.
Camaradas: Un abrazo.
Antonio Romera
Sierra Elvira, Mojácar. Septiembre del año 2011. Viernes y Sábado, 16 y 17.
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